Sunday, March 27, 2011

Perfecto

Estabas en tu recámara hablando por teléfono, a oscuras, como el resto de la casa. Por alguna razón teníamos todas las luces apagadas y te habían llamado, desde otro país, justo después de haber hablado conmigo un rato. Me paseé por tus cajones, tu nevera, tu alacena, tu comedor. Tu ausencia.

Te escribí un mensaje secreto en uno de los papelillos de la nevera, con algún tipo de tinta que no manchaba y no dejaba rastro alguno. Nunca lo leíste, pero está bien. Seguía esperando, como lo sigo haciendo. Aún no salías, qué tanto hablarías. Sabía perfectamente con quién mantenías la conversación, no me importaba. Para mí no había otro. No lo hay, por más que lo hubiera. No existe, por más que quisiera.

Finalmente te decidiste. Abriste la puerta y te acercaste, con una sonrisa brillante en las penumbras de tu hogar. Mi izquierda se unió con la tuya, tu derecha se juntó con la mía; nos agarramos de ambas manos, frente a frente. Subí lentamente desde tu muñeca, suavizando el roce con tu piel, tus brazos, en las antípodas de los míos, para llegar a esa maravillosa T que se forma entre tus hombros. Levemente recorrí el sendero esternocleidomastoideo hasta tu cara, blanca, roja, azules, tus ojos. Mis manos se unieron en la parte de atrás de tu nuca, palma con mejilla, rostro con rostro. Dejaste de sonreír, dejamos de fingir. Las palabras no fueron necesarias. Nos besamos. En plena noche de aquél día cualquiera, nos besamos como nunca. Con pasión y con amor, sólo que no lo sabíamos. Si hoy día pudiésemos recrear esa escena, el final sería distinto. Pero la trama, ¡Ay la trama! qué delicia de contenido, qué recuerdo tan vivo. El recuerdo de un beso perfecto. Nuestras manos no paraban de bailar, junto con nuestras lenguas. Un baile alegre, romántico y melancólico, que nos invitaba a la obra maestra. La evadimos. La evadiste. A partir de ahí, el declive de una etapa. Por niños o por inocentes, pero sellada acordemente con un beso.

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